Voces centenarias, desaparecidas,
alzan sus murmullos en el viento del noroeste, la oscuridad plateada mece al
navío entre sombras de inquietud indefinible.
Sálvora, recostada a poniente ofrece
su silueta sinuosa, sugestiva, misteriosa, perfilada por los ecos de naufragios
y leyendas, faros abandonados, salazones y puertos yermos.
Navegamos por la frontera atlántica
sobre un mar de espejismos, espectros del pasado nos alcanzan enlazando con el
tiempo nuevo. Rasgaduras pretéritas escapan por sotavento dejando paso a
vientos de estreno, vientos portantes, impredecibles, rebosantes de esa energía
intangible que es el alma del velero.
El fondeo nos acoge con amenazantes e
imprecisas inminencias. Un bufido atávico se enrola en la jarcia entre emanaciones
de silencio, tintineo de drizas y golpes de mar secos. El aire es húmedo,
marinero.
La mar y el viento dieron su
beneplácito para la recalada, tras un rumbo de través envuelto en brumas bajas,
silencios en cubierta, rueda firme, compás y radar. Entre el celaje, espectral,
un navío surge por la amura de estribor, de ceñida, enseñando las vergüenzas en
su escora, un saludo escueto para desaparecer como por ensalmo a la popa.
Agua, sol y viento, sol, viento y agua
y más viento, singlamos en un ambiente frío dentro de una burbuja de
visibilidad de un cuarto de milla, el rumbo preciso lo marca como siempre el
viento.
Navío y patrón son uno, seres
sufrientes, dolidos de singladuras e infortunios, almas gemelas viejas antes de
tiempo, que vestidos de desaliño apenas dejan entrever su ánimo de otro tiempo,
antiguos sueños de marino y de navío, arrojos muertos, perdidos los anhelos.
Mares y océanos en los que naufraga el
mundo, no sólo los marineros, y entre naufragio y naufragio extraemos el
impulso de este céfiro impetuoso, soplo de vida para patrón y velero.
Una incierta noche, larga como el
tiempo, envuelve el alma del marino, “enjuto y seco”, libre de la vida, esclavo
del miedo. Oscuridad profunda del alma humana, más sombría que el profundo
océano, cercos de miseria envueltos en aquella locura instalada dentro.
Pero la navegación prosigue, la mar
siempre cambiante como nuestro compañero el viento, tan reiterado en este
escrito como en nuestro éxodo; empopada, ceñida, través, cambios en el
insustancial elemento, sutil e implacable, fino y grueso, largo y racheado,
frío, cálido, severo.
Las distancias se acompasan con el
tiempo, millas eternas en las encalmadas, fracciones de mar cabalgadas hacia
barlovento, la vida transcurre lenta con la intensidad de lo esencial,
alejándose por popa lo superfluo.
Ciencia y arte iluminan un camino sin
rastros, hitos ni senderos, el navío marca la senda, una vereda de espuma
trazada en agua azul intenso a lo largo de su eje de crujía, repleta de
luminiscencias, guiño de brillos que dibujan sutiles requiebros de luz sobre el
espejo de popa, mientras la mar se calma aplacada, a sotavento.
Tomar el viento para dejarlo escapar
por la baluma, las velas respiran infladas de vida y el barco navega cortando
el agua, que cede el paso al magnífico ser alado que la sobrevuela mientras el
timón conversa con al navegante, en un lenguaje silente repleto de sensaciones,
sutilezas de mar entre las manos, sigilo de viento en los dedos. El mástil es
la aguja de un reloj que marca siempre el presente.
Mar y viento confluyen en la alquimia
de la navegación a vela, una alquimia que transforma energías incontestables en
elegante movimiento, aunque ellas no se pongan de acuerdo. Un largo bordo nos
acerca a nuestro destino entre islas salpicadas en este mar antiguo y austero.
Las singladuras se atropellan en la
memoria del navegante, con la suave sensación de un espejismo lejano, intenso,
cierto.