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5 de febrero de 2021

Mascarada

 

En el s.XVIII todos aquellos que necesitaban ocultar su identidad ante la autoridad o ante otros, disponían la capa sobre el antebrazo y llevándola a la altura de los ojos cubrían su rostro, evitando ser reconocidos. Eran los embozados, que con un simple movimiento de antebrazo se convertían en furtivos, en sospechosos.

Gesto de bandoleros, rufianes, maleantes, de los que se batían en duelo, cuando estos estaban prohibidos, y en general, de cualquier delincuente que no quería ser identificado.

El carnaval, como irrupción del caos en un mundo de orden, opresivo, de estricta moral, plagado de normas religiosas implacables y de censura sexual, propiciaba la ocultación mediante máscaras, para desvanecer la propia identidad y gozar de una explosión de libertad, por un efímero lapso de tiempo.

Embozados, enmascarados, sutiles velos tras los que esconderse, escudos protectores de la vergüenza, de la ignominia.

Algunos siglos más tarde, en plena era de las “libertades”, volvemos a embozar nuestros rostros con sutiles tisúes, que nos protegen de un enemigo invisible suspendido en el aire.

Pero hoy al contrario que antaño, son los enmascarados los que gozan de consideración, son ellos los que se ciñen al orden establecido, quedando el oprobio y la desconsideración reservada, a todo aquel no embozado.

En este mundo al revés en el que nos encontramos, paradigma de excelencia tecnológica, en el que la ciencia es una nueva religión y las ideologías suplantan a la razón hasta de los más razonables. En este mundo, sin embargo, existe una raza especial de hombres únicos, que despreciando toda precaución y mesura, nos desafían a todos desde sus modernos púlpitos promulgando sermones a cara descubierta.

Sí, son esta nueva raza híbrida de seres de humana apariencia y siniestra alma, los únicos que se atreven a mostrar sus rostros sin máscara ni reproche. Como aurigas sociales despliegan sus narrativas en medios de comunicación, en comparecencias, en homilías plagadas de lemas se cuelan por los intersticios de nuestras pantallas y nos amonestan y nos recriminan y nos empobrecen.

Son ellos, los nuevos sacerdotes que desde las áureas fortalezas en que se han convertido las instituciones, difunden sus consignas, expanden sus exégesis y nos enfrentan. Enfrentan a enmascarados con negacionistas a hombres con mujeres a hijos con padres, a blancanieves con los enanos, siempre dispuestos a quemar en los altares del poder, a todos los de opinión disidente.  

En esta sociedad enferma, donde todos nos vemos obligados a ocultar nuestro rostro con una máscara, sólo los elegidos, los elegidos por nosotros mismos, pueden mirar a cámara sin máscara aparente y sin mostrar emoción alguna… y mentirnos, mentirnos a cara descubierta, reiterando la mentira hasta que cristalice en el corazón de los hombres y les disculpen así de todos sus pecados, de todas sus fechorías, porque algún atávico juicio nos sigue diciendo que son las máscaras sin rostro, nosotros, de los que no te puedes fiar.