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18 de noviembre de 2014

Afinidad


SE BUSCA: Referencias en las que apoyar la desorientada trayectoria de toda  una vida. Una mirada selectiva capaz de actuar de criba sobre el entorno de realidad, para elegir sólo aquello que nos sea afín.

Frente a la inabarcable magnitud de la diversidad, el hombre busca su identidad en la similitud, en sus iguales, entre aquellos que ostentan un parecido ideario, se propicia así la pertenencia al grupo, un grupo que para mantener la cohesión sacraliza ideas, dogmatiza tendencias, fundamentaliza posturas. Es el retorno a la tribu, una nueva tribu que transciende los ancestrales lazos de sangre fortaleciendo los ideológicos, creando enlaces identitarios, incentivando la afinidad de criterios construidos con frecuencia, en torno a alguna quimera.

La búsqueda de la afinidad desemboca, a menudo, en forzada coincidencia que tiende a adormecer e incluso a anular el discernimiento, y sin éste el individuo se transforma en hombre-masa, en individuo-colectivo, en ser-grupo, poco importa que el grupo sea grande o pequeño, porque en sociedades donde la relación se establece “inter pares”, las minorías tienen un amplio espacio de culto y ejercen tanta influencia o más que las mayorías.

Esta surgencia de los micro-colectivos, que pueden llegar a constituir grandes corrientes o incluso imperios, no es patrimonio de lo moderno, sino que su rastro salpica la senda histórica de la existencia humana; movimientos religiosos, iglesias, ideologías, partidos, escuelas encuentran su génesis en una idea semilla, que cobra fuerza y poder a medida que gana adeptos. Es posiblemente un mecanismo que tiene que ver con la necesidad social del ser humano y con una atávica inseguridad que busca garantizar en lo ajeno, lo que no termina de afirmarse en lo propio. Pero es también y sobre todo, un tremendo y frecuente horror vacui ideológico, un miedo secular al libre pensamiento, una imperiosa necesidad de llenar el vacío de afinidad, de entes en sintonía, de ecos que devuelvan y aporten veracidad a las creencias del individuo.

Se trata de una tendencia a lo gregario que alimenta con gran frecuencia, la aparición de “Burbujas Ideológicas”, son burbujas en tanto que sus recintos identitarios se muestran impermeables a toda influencia externa, haciendo gala de un endemismo ideológico que retroalimenta permanentemente sus creencias y su particular cosmovisión. Es esta una actitud claramente sectaria, que si además se encuentra aderezada de incomprensión o de marginalidad, contribuye a “elevar” la condición de su pensamiento convirtiéndolo en “lucha”. Esta unívoca visión burbuja, con su particularismo visionario, hace posible la sublimación del hecho más disparatado, que rápidamente se transforma en fehaciente prueba demostrativa de la teoría o sostén del ideario. Cualquier hecho es susceptible de ser filtrado e interpretado en beneficio de esta verdad construida y alimentada dentro de la preciada burbuja ideológica.

Así es como los idearios y las ideologías, que deberían estar al servicio del Hombre, le esclavizan a este y cobran naturaleza de identidad, cuando el ser humano sacraliza y se identifica con una idea paradigmática, poniendo en barbecho el discernimiento. Es un camino directo a la obcecación primero, la imperiosa necesidad de estar en lo cierto después; (necesidad de creer), y desde allí a la negación y descrédito a todo lo que es considerado ajeno a su modelo de pensamiento.

La burbuja aporta, con frecuencia, una particularísima mirada sobre un aspecto concreto, se trata de un punto de vista plausible sobre una cierta realidad, que cobra naturaleza de  descubrimiento, limitado por el dintorno de la propia burbuja ideológica de la que se alimenta, es un coto de entendimiento, un espacio cerrado en el que frecuentemente se confunde información con conocimiento. La primera consecuencia es la prosperidad de un endemismo que aporta un espacio de tranquilidad al acólito, ofreciéndole explicaciones entendibles, a menudo simplistas o no exentas de cierto populismo.

Cabría investigar el auge de lo que hoy llamamos freekismo como una posible  manifestación de esta tendencia.

El problema de estas burbujas identitarias, surge cuando intentan fomentar el proselitismo, como acto necesario para que el resto de la humanidad entienda, y comparta por tanto, la importancia y la verdad de sus postulados. Este hecho no exento de buenas dosis de arrogancia, disfrazada de interés auténtico por el conjunto de la humanidad, supone un salto cualitativo para la burbuja, que deja de ser un planteamiento privado o personal para saltar a la escena de lo público y común.

No niego la utilidad de estas burbujas en casos extremos en los que el pensamiento y la libertad se encuentran sitiados por totalitarismos o sojuzgados por la fuerza, pero dichas burbujas deben romper sus lindes una vez superada la situación de riesgo. Sólo en condiciones excepcionales puede ser necesario el asilamiento ideológico, como recurso de supervivencia.

Frente a esta permanente búsqueda de la afinidad; de ideas, sexo, tendencias, religión, estilos de vida, moda...., propugno el nomadismo identitario, la eclosión de toda burbuja conceptual como aporte de aire nuevo, el tránsito libre y desapegado a través de ideas, conceptos, opiniones y creencias, la adopción sin complejos de un libre pensamiento para almas y espíritus libres; iguales, parecidas o diferentes pero libres, que no renuncien a encontrar respuestas, pero que entiendan que la Búsqueda no debe estar limitada por nada más que las capacidades del intelecto y del alma de aquél que realmente quiere encontrar.

14 de septiembre de 2014

Aventura


La aventura sin nombre ni triunfo, la aventura sin gloria ni cumbre, aventura carente de record, ausente de toda primicia, ajena a la conquista, desvinculada de la primera vez.

La aventura sencilla alejada de la fama y la gloria, es la aventura personal, íntima, la aventura de Shackleton, Monod y Thesiger. Aventuras de desierto, sin cimas que alcanzar sin ganancia seductora. Aventura sin éxito.

Es la aventura de la vivencia cansada, cruda y descarnada, de la dificultad más allá del límite, del combate personal contra uno mismo, es la aventura de la supervivencia, aquella esencial, aventura inmanente. Es esa la que anhelo, la que conmueve, es la aventura primordial que se vive en el interior, la aventura del viaje a Ítaca.

27 de junio de 2014

Regreso


El viento ululaba alrededor del casco con esa sonoridad rumorosa y aislante, mientras en el interior la mente emprendía un viaje de regreso al pasado, un pasado tan lejano, tan pretérito que costaba rescatarlo del fondo del recuerdo.
Apelando al presente más cercano, sin embargo, emergió como una surgencia voluptuosa una pléyade de recuerdos asociados al amigo recién fallecido, los recuerdos no eran estrictamente suyos sino de un entorno cercano a él, recuerdos datados en aquel tiempo en que se conocieron, coincidieron y compartieron fragmentos de vida.
Los recuerdos no obstante brotaban recubiertos por un barniz de tristeza, era como si todo aquello se perdiese ahora, en aquel mismo instante en el que manaba el recuerdo, como si el pasado no hubiese acontecido hasta no producirse su recuerdo.
Avanzaba la motocicleta desplegando delante de su rueda una ciudad de sábado inusualmente tranquila, las calles como los recuerdos, afloraban por delante y por detrás de la carlinga acompasadamente; luces, semáforos, remembranzas, vestigios de la memoria que se adherían al asfalto con tesón.
Aquel halo de nostalgia parecía la condición vital necesaria para asistir a un duelo, un pulso vital preparatorio para estar a la altura de una tristeza tácitamente admitida
El trayecto norte sur era en verdad un viaje al pasado, a los orígenes de aquél que fue en otro momento, la vuelta a los lugares de infancia, a los barrios de iniciación a la vida, la vuelta al sur, al sur de siempre; entrometido, vulgar, sucio y auténtico sur de la memoria.
Las escenas de juventud y adolescencia emanaban soledad y añoranza, sin que ninguno de esos sentimientos tuviese raíces de realidad. Detectó que aquellos eran sentimientos impostados, adulterados por una suerte de mecanismo enigmático que atraía determinados pensamientos por simple asociación con la pérdida derivada de la muerte, una pérdida que de haberse producido lo habría hecho hace treinta años, que era la insalvable distancia que los separaba.
La muerte, no obstante, marcaba un nuevo umbral, una señal indeleble que hacía distar aún más la separación ya instalada, ahondando en la lejanía los recuerdos; los que fueron, los que dejaron de ser. La muerte acumulando en el recuerdo las muertes que fueron, las muertes pasadas que cuál sedimento, acrecienta la remembranza de todos cuantos se han ido, cada vez que alguien toma la salida.
La muerte, las muertes recordadas, pero por encima de todas la primera, la primera muerte que vuelve con más fuerza que el primer amor. La Muerte en Mayúsculas, esa pérdida cortante, tajante, incisiva, seca y categórica. Primera muerte, muerte adolescente, muerte primera.
La ciudad anochecía deprisa, o tal vez ya era de noche cuando comenzó aquel viaje que se extendía en el tiempo ocupando largos años, la metrópoli acompañaba la carrera cambiando a cada paso con el decurso de aquella travesía.
El parque Sur se abría a la noche con luces introvertidas, titilantes como velas, la infancia primera se reflejó en el parabrisas de la motocicleta, tan breve uno como otro. Una última senda conducía a un edificio que se alzaba como una fortaleza ante el hundido camino que conducía hasta ella.
Algunos grupos de personas menudeaban en las murallas de ladrillo y cristal, en medio de una aparente tranquilidad reinante.
La sala ocho era la Ítaca de aquel largo viaje, una sala vacía a cuya puerta se arremolinaban seres extraños, desconocidos. Una voz pequeña, tenue llamó por su nombre al viajero que tardó en reconocer a su propietaria incluso después de que se presentara, un abismo temporal infinito separaba aquellos dos seres inalcanzables ya, desvinculados para siempre.
El cadáver, de cuerpo presente, signifique lo que signifique presente…, descansaba sobre un catafalco entelado escoltado por dos orlas florales, hasta llegar a él la sala era un campo de batalla en el que se había consumido toda la reserva de vino que el finado había dejado para la ocasión, restos de comida, y vasos de plásticos daban fe de aquel picnic improvisado convertido en fiesta funeraria.
El guiño del muerto a través de su voluntad de convertir aquel trance triste en una celebración, hicieron virar de signo todos los recuerdos del viajero del tiempo, recuerdos que brotaban ahora redecorados sin la más leve pátina de tristeza, incluso con un destello vital.
Hamburguesas de Mc Donald´s, unas bolsas enormes con hamburguesas y una garrafa de vino de Ávila entraron en escena ya cercana la medianoche, más bebida y más comida a la “salud” del difunto. El surrealismo avanzaba sin freno y con él el cambio de paradigma de un velatorio.
Personajes de barrio desafiantes unos, descarados otros, vitales todos. La colorista noche continuaba su periplo siguiendo el ritmo de los astros y al margen de los actores, noche concluyente, concreta, determinante. La media noche marca la mágica hora del regreso, hora de dejar atrás, esta vez de forma definitiva, el pasado.

31 de mayo de 2014

Pedestal


Iban llegando venidos de los más recónditos puntos del imperio, de los imperios, cada uno del suyo. Unos con paso vacilante, airados otros, tristes y hasta abatidos aquellos.
Avanzaban inexorablemente a través de un valle hundido por las fuerzas de la geodinámica que habían tallado un altiplano plagado de cerros testigo. Su pasada gloria glacial se perdía en los anales del tiempo.
Avanzaban, venían como ejércitos, cuál hordas silentes en el útero de la vida, caminando ignorantes del destino hacia el que conducían sus pasos, sin percibir siquiera la vasta meseta que se extendía bajo sus pies.
En su evolución iban dejando atrás lo que fueron, quienes fueron e incluso aquello que realmente eran. Metamorfosis transformadora, mutación esencial que hacía de cada individuo un ser aún más individual.
El valle otrora blanco y solitario estaba ahora plagado de seres caminantes unos y sedentes otros. Caminaban solamente aquellos que no habían alcanzo su objetivo, su atalaya, sedentes al contrario se encontraban los que al fin habían culminado su andadura y desde una nueva posición elevada contemplaban el universo desde la perspectiva que ofrecía su cerro testigo.
Atalayas, promontorios, auténticos oteros que se alzaban hacia el cielo como vigías aventajados en medio de la llanura.
Cada cerro testigo, cuál pedestal, alojaba sólo a su señor posicionándolo en una aparente situación de privilegio sobre el resto en su particular cima de las miserias.
La subida a aquellos pedestales la constituía una escalonada pendiente construida por su propietario a fuerza de ego, de renuncia, de pasión, pero también de desprecio, frustración y grandes complejos. Cimientos sólidos, materiales de construcción compactos para levantar aquel emporio efímero y quimérico.
A pesar del largo recorrido, de lo tortuoso y duro del camino que ascendía hasta aquel valle de altura, no paraban de llegar más y más peregrinos resueltos a construir su propio alcor, movidos por una imaginaria nueva fiebre del oro.
Cada paso del camino, cada peldaño ascendente al promontorio era un avance inequívoco hacia un punto de muy difícil retorno. La culminación, la llegada una sentencia irremisible, una suerte de yugo que mantenía al novel reo encadenado a su propio pedestal, esclavo de su propia creación.
Aquella cuenca era la patria de los grandes ególatras: famosos, ricos, relevantes, dignatarios eran los pobladores naturales de aquellas tierras altas y sus primeros colonizadores, pero entre esta legión de pavos reales engalanados y altivos, con el paso del tiempo se destacaba una plétora de desheredados, de pobres, de gente doliente y desesperada que hicieron baluarte en su desgracia, bastión en su desdicha, gentes atrincheradas en su desventura y su infelicidad.
Eran los pedestales morales que se alzaban por encima de los demás al poseer un basamento más sólido y fundamentado, que como zócalo de arrogancia posicionaba a su propietario unos metros más arriba que a los demás.
Podios, cimientos, soportes sobreelevados, cerros donde apoyar y guarecer la angustia, la irrealidad, la miseria, la devastadora superioridad, altozano donde salvaguardar la incapacidad, el miedo, el horror, urna donde poner a salvo la supremacía que cada uno pretende ostentar.
El valle es elevado como dijimos y sus cerros testigo encumbran a quién habita en él por encima de la llanura dominante. Espléndido espacio circundado por montañas, altas montañas de picos majestuosos, de alturas vertiginosas desde las que el valle se contempla como una llanura sin apenas relieve, valle que desde la altitud se convierte en cañón donde cada resalte es una mero botón apenas destacable, alturas inexploradas por los habitantes de la altiplanicie, vedadas al corto mirar del avizor morador de su atalaya.

20 de marzo de 2014

Vestigios


No sintió como se deslizaba, ni tan siquiera apreció el tránsito hacia aquel lugar, tan solo, llegado el momento, comprendió que estaba allí, fue como si sucediera simplemente.
Aquel espacio le sobrecogía de manera imprecisa, había algo en él que anunciaba su propio espacio, el reducto de su propia existencia, algo que le enfrentaba con una suerte de epílogo.
Una vez allí, continuó con su trabajo, no era un trabajo arduo ni mucho menos, sino fuera por la callada inquietud que lo perseguía con insistencia. Se trataba de mirar, de indagar, de averiguar en definitiva a través de los indicios que quedaban en aquel lugar la personalidad que los creó, las claves de una mente que había extendido las alucinaciones por el comedor, el salón, la bañera, los tejados, el taller…, como el que extiende una sábana sobre la cama o un mantel encima de la mesa, con la misma naturalidad y simplismo.
El tiempo parecía estacionario, detenido para siempre en un presente continuo que anticipaba un futuro sin lograr alcanzarlo nunca, un espacio estático y eterno que al mismo tiempo se desplomaba, se volvía impreciso y difuso, de una realidad inconsistente, apócrifa.
Miraba con pasión los rincones desde los que iba rescatando retazos de asombro, briznas de realidad, pizcas de genialidad mezcladas con átomos de locura, un cosmos complejo y perverso sustentado en una vida simple e intrascendente.
Era una distorsión en el espacio-tiempo, una rareza que como agujero de gusano se colaba en otro plano de realidad espacial y temporal. Por que ¿qué espacio era aquel? ¿cuál era su plano de existencia? ¿cuál su génesis? ¿cuál su realidad?.
Era una surgencia de desconocido origen que indagaba en los planos más profundos de la mente, en el limbo del subconsciente donde toda realidad es posible y todo mundo imaginado es realidad. Recorría la casa del loco, transitaba por el frenopático de la imaginación, de una imaginación antigua, ancestral, un reducto del pasado que conectaba con el presente a su través.
Sin quererlo se sentía como el vehículo inevitable que transportaba una locura, una sinrazón, una herencia muerta. Indagaba y a cada paso la muerte detenida y eterna le miraba a los ojos, de cerca, sin arrogancias ni pudor.
Descubrió que el origen de la inquietud era el roce de la muerte, rotunda y sin atenuantes. Cada palabra que leía, cada dibujo que veía, cada referencia que investigaba eran materia muerta, harapos de lo que fue, entonces por primera vez, notó el polvo cubriéndolo todo, como un manto que viraba los colores a blanco y negro, una espesa capa de polvo que se introducía por cada poro de su piel, que inhalaba con cada respiración, que cubría sus ojos en cada parpadeo, un polvo como ceniza que se pegaba a la piel y al corazón.
Caminaba sobre cenizas y a cada paso se levantaba una polvareda, ahora lo veía con precisión. Pero no se trataba de las cenizas residuales de un incendio, sino de las cenizas de la nada, aquellas que provoca el simple paso del tiempo, como vestigio plomizo que todo lo iguala, haciendo análogo lo desemejante, uniformando la diferencia.
La presión se atenuó al entender que aquel espacio en el que indagaba era un sepulcro, un sepulcro que no estaba ubicado en ningún lugar concreto, un sepulcro mental en una mente universal que fagocitaba sus recuerdos haciendo ceniza la realidad de otro tiempo.
Aquel sería su destino y el de todos, un limo de cenizas que con suerte o sin ella alguien alguna vez pretendería revivir, evidentemente sin éxito. Entendió que su aspiración por revivir, por resucitar aquel legado era una ruta cierta que sin embargo le enfrentaba a la arqueología no de los restos sino de lo que fue: sentimientos, anhelos, pasiones, miedos, alegría…
Una iconografía plagada de momentos que quedaron congelados en láminas, cuadros, escritos, objetos, expresiones de aquel si mismo que fue y cuyos perfiles hoy están difuminados por la mano borrosa del tiempo.
Nadaba en vestigios que le anudaban por dentro, porque toda historia, aunque ajena, es siempre la propia historia, historias y vidas que empiezan a hacerse una cuando dejamos de dar vueltas alrededor del sol.

12 de febrero de 2014

Cripta


Luz colándose entre las ramas de esbeltos y frondosos árboles, el bosque que puebla el valle está salpicado de pinos con grandes manchas de hayas, de robles y a medida que el valle gana altura algún indómito serbal.
El frío de la mañana contrasta con un resplandeciente sol que alumbra el cañón y las cumbres altivas que se alzan en lo alto. El silencio y la soledad son físicos.
Un enrocado camino asciende con brío dubitativo hacia la atalaya de las cimas, se trata de un sendero esquivo que rehúye ser pisado. Su pronunciada pendiente hace perder pie con frecuencia en el tortuoso ascenso. Rumor de viento entre las ramas. La distancia, como siempre en la montaña, es mayor de lo que aparenta, la montaña es una dama que se resiste a entregarse con facilidad, siempre impone su exigencia, a menudo caprichosa exigencia.
El frío y el viento maquillan la montaña junto con el agua y el sol, el montañero se expone también a todos ellos, al duro maquillaje de las montañas que ama. Esta ascensión, no muy prolongada, siempre fue penosa y agotadora, mucho más que otras más largas y pronunciadas, sin que exista una lógica explicación.
El caminante busca un encuentro de otro tiempo, un encuentro con las cumbres, con sus cumbres, un promontorio que se alza por encima de bosques y valles, por encima de rocas y ríos, ese vértice que da sentido al abismo, ese apogeo rocoso desde el que se vislumbra la magia de la altitud. El caminante busca un encuentro que se resiste para ceder finalmente ante la persistencia, ante la voluntad firme e inequívoca de coronar.
El habitual recibimiento de viento y frío anuncian el punto más alto y más expuesto de esta cuerda montañosa. Blancas las peñas de estas Peñas Blancas, blancas y frías. Grupo de colosales peñas de paredes verticales que se alzan como torreones sobre la pendiente, diedros, chimeneas, placas, plano inclinado sobre plano inclinado en un delirio de verticalidad cubista, fobia a lo horizontal.
No hay apenas lugares donde sentarse, todo es puro desnivel, una oquedad construida por el desprendimiento de una gran roca encajada entre dos altos muros, da paso a una especie de mirador sobre el abismo, es la parte más aérea y expuesta de esta escarpadura. Abajo el frío abismo, al lado sólo el cielo.
Una inquietante presencia habita en estas rocas, la siente el caminante hoy igual que entonces, o será tal vez la aprehensión; este glacial granito, el silencio duro como metal, la montaña desafiante y altiva, el vértigo de las alturas…
Algo sobrecogedor impregna el aire, son vientos de ahora mezclados con miedos prístinos, cervales, una vez más la extraña sensación de profanar un sepulcro, porque eso es realmente este lugar, un sepulcro, una cripta extrínseca de roca maciza, el lugar en el que hace ya más de treinta años murió despeñado el compañero de cordada, descanse en paz.