En aquella región de encuentro en la que concurren sustancias de diferente naturaleza y estado, en el extenso territorio fronterizo y cambiante, que es el mar, habita un ser mitológico mitad animal, mitad máquina. Un ser alado capaz de vivir en un universo limítrofe, entre lo líquido y lo etéreo.
Su esbelto cuerpo fusiforme descansa medio sumergido descifrando las leyes de la hidrodinámica, cabalgando las olas, cortando las aguas como un ariete.
Y aunque de acuático cuerpo su alma es alada, alas prismáticas y cóncavas capaces de laminar el viento, descomponiéndolo en sutiles fuerzas que lo impulsan en todos los rumbos a barlovento, a sotavento.
Viento y agua, agua y viento…
Alza su elevada alma desde las aguas al cielo buscando la ráfaga, la ventolina, el ventarrón o el céfiro. Elegante, majestuoso navega el mar, acariciando el cielo.
Un ser espléndido que nada y vuela, que brinca y corre, que escora y cruje, que ara estelas de espuma y torsiona el viento.
Rasgos de cierta fiereza presiden su personalidad calma e inquieta. Transita en su silencioso singlar deslizándose con sencillez y prestancia sobre el azul acariciando la brisa, cediendo en la calma, fluyendo con el viento fresco y luchando en el temporal.
Dócil y fiero, caprichoso y obstinado al buscar su rumbo predilecto, un ser voluntarioso de distinguido través y aguda proa, adaptado a los azares de un universo fluido de inmisericorde braveza.
Su porte armónico, sustentado en la mesura de la ponderación de colosales fuerzas, se yergue aguerrido y galante sobre las aguas desafiando, con aplomo, los vaivenes que lo acechan.
Tumba y requiebra las olas mientras ciñe y esgrime los vientos, de compostura inigualable con sus alas desplegadas, es un ser alado y acuático que al navegante conmueve al verlo.