En el s.XVIII
todos aquellos que necesitaban ocultar su identidad ante la autoridad o ante
otros, disponían la capa sobre el antebrazo y llevándola a la altura de los
ojos cubrían su rostro, evitando ser reconocidos. Eran los embozados, que con
un simple movimiento de antebrazo se convertían en furtivos, en sospechosos.
Gesto de bandoleros,
rufianes, maleantes, de los que se batían en duelo, cuando estos estaban prohibidos,
y en general, de cualquier delincuente que no quería ser identificado.
El carnaval, como
irrupción del caos en un mundo de orden, opresivo, de estricta moral, plagado
de normas religiosas implacables y de censura sexual, propiciaba la ocultación
mediante máscaras, para desvanecer la propia identidad y gozar de una explosión
de libertad, por un efímero lapso de tiempo.
Embozados, enmascarados,
sutiles velos tras los que esconderse, escudos protectores de la vergüenza, de
la ignominia.
Algunos siglos más
tarde, en plena era de las “libertades”, volvemos a embozar nuestros rostros
con sutiles tisúes, que nos protegen de un enemigo invisible suspendido en el
aire.
Pero hoy al
contrario que antaño, son los enmascarados los que gozan de consideración, son
ellos los que se ciñen al orden establecido, quedando el oprobio y la
desconsideración reservada, a todo aquel no embozado.
En este mundo al
revés en el que nos encontramos, paradigma de excelencia tecnológica, en el que
la ciencia es una nueva religión y las ideologías suplantan a la razón hasta de
los más razonables. En este mundo, sin embargo, existe una raza especial de
hombres únicos, que despreciando toda precaución y mesura, nos desafían a todos
desde sus modernos púlpitos promulgando sermones a cara descubierta.
Sí, son esta
nueva raza híbrida de seres de humana apariencia y siniestra alma, los únicos
que se atreven a mostrar sus rostros sin máscara ni reproche. Como aurigas sociales
despliegan sus narrativas en medios de comunicación, en comparecencias, en homilías
plagadas de lemas se cuelan por los intersticios de nuestras pantallas y nos
amonestan y nos recriminan y nos empobrecen.
Son ellos, los nuevos
sacerdotes que desde las áureas fortalezas en que se han convertido las
instituciones, difunden sus consignas, expanden sus exégesis y nos enfrentan.
Enfrentan a enmascarados con negacionistas a hombres con mujeres a hijos con
padres, a blancanieves con los enanos, siempre dispuestos a quemar en los
altares del poder, a todos los de opinión disidente.
En esta sociedad enferma,
donde todos nos vemos obligados a ocultar nuestro rostro con una máscara, sólo
los elegidos, los elegidos por nosotros mismos, pueden mirar a cámara sin máscara
aparente y sin mostrar emoción alguna… y mentirnos, mentirnos a cara
descubierta, reiterando la mentira hasta que cristalice en el corazón de los
hombres y les disculpen así de todos sus pecados, de todas sus fechorías,
porque algún atávico juicio nos sigue diciendo que son las máscaras sin rostro,
nosotros, de los que no te puedes fiar.