Movimientos convulsos
azotan la geosfera formando grandes cordilleras: el Indukush, el Pamir, el Karakorum,
el Himalaya, formidables pliegues que en su encuentro forman gigantescas estructuras,
seres nuevos.
Movimientos de
aproximación que elevan la tierra por encima de los siete mil y ocho mil metros
sobre el nivel del mar, aventurando nuevos ecosistemas poco compatibles con la
vida humana, naturaleza salvaje, desprovista de sentimientos y de razón; violenta
y terrible, grandiosa, bella.
Corrientes tectónicas
que elevan el territorio en las grandes franjas de encuentro, placas de extraordinaria
densidad se funden en geológico abrazo formando materia nueva. Materia forjada
de lo uno y de lo otro, en enigmático enlace en el que uno más uno suman tres;
las dos fuerzas entrelazadas y la resultante de su ceñida.
Al mismo tiempo,
fuerzas contrarias o tal vez las mismas, disipan espacios contiguos separando lo
hasta ahora unido, resolviendo profundas simas, creando magníficas depresiones abisales
de mayor calado que las más elevadas cimas; la fosa Tonga, la de Kermadec,
las Marianas.
Encuentros,
curioso término que define una cosa y su contraria: “acto de coincidir en un
punto una o más cosas”, y a la vez “oposición, contradicción, discusión, riña o
pelea”. Porque un abordaje es también un encuentro.
Las fuerzas que se
agitan bajo la corteza terrestre, aún algo ignotas, se asemejan a las fuerzas
que nos atraen hacia ciertos lugares y nos alejan de otros, al fluir vital que
nos aproxima a determinadas personas y que nos aleja de otras a las que sin
embargo apreciamos y querríamos en nuestras vidas.
Amigos, compañeros,
hijos que se alejan en esa inefable deriva continental, en esta gran corriente tectónica
que es la vida.