Al lugar del que vinimos,
al comienzo que es el fin,
al fin que es el comienzo,
al lugar que nunca dejamos,
al ser que siempre fuimos.
Al lugar del que vinimos,
al comienzo que es el fin,
al fin que es el comienzo,
al lugar que nunca dejamos,
al ser que siempre fuimos.
El hecho religioso surge como respuesta a la necesidad de difusión de una escuela de pensamiento, instalándose como aparato de divulgación de ideas, certezas y visiones proféticas, más o menos filosóficas o místicas de la realidad. Pero esta acción de divulgar, va generando un efecto vulgarizador de los hechos, de los fundamentos relevantes que son objeto de difusión. Las iglesias y los aparatos de la fe, se transforman en departamentos de marketing ecuménicos que diseñan y definen estrategias, difunden y proclaman máximas, lanzan advertencias y amenazas, acuñan símbolos siendo creadores de la iconografía visual corporativa, diseñan marcas en definitiva, con sus planes de fidelización y sus programas de castigo y recompensa. Pero el aparato religioso establecido es ante todo un negocio de poder, un negocio de cifras multimillonarias inspirador de enfrentamientos, instigador de guerras, fuente de diferencias, emblema de separación entre iguales.
El hecho religioso, otrora surgido en un entorno de humildad y casi siempre en precario, se arropa con el tiempo de una poderosa maquinaria de poder barnizada de divinidad, en la que militan los grandes magnates de la fe, los insidiosos doctores de la iglesia, especuladores de conciencias, tendenciosos maestros del dogma, egocéntricos iluminados, toda una caterva de individuos asidos al poder de lo oculto. Oscurantismo exento de toda sabiduría, desprovisto de todo discernimiento, carente de la más sutil de las conciencias, viaje secular hacia la perversión de los principios, alejados hasta el paroxismo de la fuente que lo inspira, origen del vigente y milenario despropósito eclesiástico, igual en el oriente que en el occidente.
Bien, calidad, belleza, perfección, divinidad, esplendor, magnificencia, prodigio, maravilla, virtuosismo, excelencia. Vocablos cotidianos, de los que sin embargo, parece haberse escapado su significado para una gran mayoría de ciudadanos que no son, no somos, capaces de diferenciar la excelencia en casi nada, y aquél que más enterado y perfeccionista parece, menos idea suele tener.
Hace dos años, el concertista Josua Bell, prestigioso violinista norteamericano, bajó al metro de Washington vestido con vaqueros y gorra de béisbol, llevando consigo un violín stradivarius de 1713, con el que comenzó a interpretar música de Bach. Él, que hacía unos días había llenado una sala de conciertos de a 100 euros la entrada, obtenía en este nuevo escenario una lamentable repercusión entre una audiencia anodina, que ni reparó él ni en su música. Posiblemente mientras esto sucedía, miles de conciudadanos nutrían su intelecto con la telebasura que se despacha sin restricciones en cualquier canal de televisión del orbe.
Hemos devaluado la calidad por un creciente culto a la mediocridad en simbiosis con un conformismo materialista, o mejor dicho, dormidera del bienestar. La calidad se nos escapa de las manos, la calidad de pensamiento, la calidad de vida, la calidad de lo humano, la calidad humana.
Miramos al cielo nocturno con la mirada escrutiñadora de Galileo o de Copérnico y en el mejor de los casos, y siempre que estemos alejados de los grandes centros de población, vemos miles de luces pugnando por romper un monótono y mono tono lienzo oscuro como el carbón. Es la luz abriéndose tímidamente paso, entre las infinitas tinieblas que todo lo pueblan.
Contemplamos este espectáculo magnífico en el desierto, por ejemplo, dónde una bóveda de estrellas nos aplasta contra una tierra llana como un plato. Miramos hoy hacia cualquier punto lejano del espacio y lo que vemos es ayer, como en una máquina del tiempo. Todo el planeta Tierra gravitando en un entorno de irrealidad ya desaparecido, extraña convivencia de presente y pasado en un solo acto, ayer y hoy en un mismo instante.
Miramos, para ver un universo incomprensible al que nuestra vista humana no alcanza. Miramos, y la luz que vemos es una luz inexistente ya, un reflejo de pasadas epopeyas que insiste en permanecer, que vuelve desde las fronteras de la muerte. Miramos y vemos la oscuridad total, “el vacío”, un vacío sin embargo repleto de materia desconcertante e incierta.
Materia invisible, acontecimientos del pasado que parecen suceder hoy, áurea proporción uniéndolo todo, vida en forma de sutil vibración.
En este universo de incomparables enigmas, donde todo fluye y cambia, todo se expande y se contrae, donde todo avanza y retrocede, donde hasta el pasado convive con el presente. ¿De qué sirve alentar nuestros deseos, qué hacemos con nuestras verdades, qué con nuestras certezas
Modernas tribus de peregrinos 2.0 reemplazan al arcaizante personaje del medievo, que emprendía peregrinaciones esforzadas y hasta tortuosas, para alcanzar el favor de aquella alejada divinidad.
Son los nuevos romeros en busca de una nueva tierra santa. Tierra prometida a golpe de click, en forma de irrenunciable oferta de temporada. Modernas y acaudaladas hordas han cambiado el fervor beato, abnegado y doliente, por el gusto fácil y simple de hacer turismo.
Frente a la inabarcable magnitud de la diversidad, el hombre busca su identidad en la similitud, en sus iguales, entre aquellos que ostentan un parecido ideario.Se propicia así la pertenencia al grupo, un grupo que para mantener la cohesión sacraliza ideas, dogmatiza tendencias, fundamentaliza posturas. Es el retorno a la tribu, una nueva tribu que transciende los ancestrales lazos de sangre fortaleciendo los ideológicos, creando enlaces identitarios, incentivando la afinidad de criterios construidos con frecuencia, en torno a alguna quimera.
La búsqueda de la afinidad desemboca, a menudo, en forzada coincidencia que tiende a adormecer e incluso a anular el discernimiento, y sin este, el individuo se transforma en hombre-masa, en individuo-colectivo, en ser-grupo, poco importa que el grupo sea grande o pequeño, porque en sociedades donde la relación se establece “inter pares”, las minorías tienen un amplio espacio de culto y ejercen tanta influencia o más que las mayorías.
Aire, crisol de alientos, hálito contenido de los seres que son y de los que fueron. Respiración, que en cada inhalación acarreas la expiración de mil alientos.
Mar y río y lluvia, portadores del agua mil veces bebida. Mar de aguas danzarinas que fluyen, se evaporan, siendo agua ahora para ser cuerpo luego.
Tierra, alimento. Carne y sustancia de tantos y tanto seres, los de ahora y los de todo tiempo.
Mente, océano de pensamientos compartidos, entrelazados, participados. Públicos pensamientos que recorren la humanidad entera sin autoría concreta, patrimonio común, mente universal.
¿Quiénes somos? Si, sólo somos cuerpo.
¿Cuál es la diferencia? Si participamos de la misma sustancia
¿Qué nos separa? Cuando nos une la esencia.
Pensamiento, tierra, agua, aliento. Aliento tuyo en mí y el mío en todos. Aliento único fluyendo, recorriéndonos, viviéndonos. Hálito, soplo, respiro, jadeo, inhalación y experimentación del otro. Inspiro y te tomo y te poseo, exhalo y me doy, me entrego.
Respirar nos hace uno, respiración única, único aliento.
Avanza la luz de amanecida despejando las sombras nocturnas. En el malecón de la vida las olas de la rutina chapotean con cadencioso ritmo una y otra vez, sin ímpetu, sin coraje, pero incansables.
La espuma y la marea cotidianas van dejando su sedimento en los profundos rincones del alma, desgastando el embarcadero de la mente, minando el dique del sentimiento. En el receptáculo del corazón se amontonan impresiones, emociones, recuerdos.
El hombre se va tornando muro y su interior se hace esquivo e impenetrable, reservándose todo el tiempo, guardándose, limitándose. Cierta fotofobia mantiene en la oscuridad un interior oculto incluso a su propia mirada.
Un hombre vive mientras otro subyace, un hombre aparenta mientras que otro anhela, un hombre olvida al tiempo que otro pugna por recordar, uno exige y el otro pide, uno coge siempre mientras que el otro sólo da, uno desconfía y el otro espera. Ambos son el mismo hombre, les separa solamente la barrera de la propia inconsciencia, ese olvido atávico y ancestral que es el olvido de uno mismo.
Viajaba en su viejo barco; un barco, noble, decidido y marinero, pero viejo. Se trata de un navío de otro tiempo, un tiempo cercano pero abismalmente distante. Un tiempo en el que la mar y el navío surcaban juntos la realidad, porque eran parte de lo mismo.
Volvieron a ladrar los perros de la ira,
y bocanadas de sangre ahogaron vida e inteligencia,
por nada.
Volvió la bomba fácil a segar la bella y costosa vida,
para saciar absurdas locuras que no valen nada.
¿Dónde quedo el hombre?, ¿Dónde lo humano?
¿Quién hizo al pistolero?, ¿Cómo dejóse hacer él?
Un día más el fundamentalismo se cobra un tributo inútil, generando un dolor hueco, un vacío irremplazable.
Dolor, testigo mudo de la sin razón que a quién lo siente, sólo a quién lo siente, le vuelve más humano.