Noche, noche avanzada, preludio de
libertad incontestable, nubes, nubes iridiscentes salpican un cielo alto y
templado, de una oscuridad insondable como la vida, como el insondable universo
que encubre.
Una presencia libre sobrevuela valles
infinitos, praderas de incalculable extensión, acantilados oscuros como el mar
que enmarcan. Un viento suave mece el alma navegante por derroteros que los
ojos no pueden ver.
La existencia es liviana, etérea,
transparente, libre de cargas, es un viaje sin movimiento, un desplazamiento
estático y continuo, tan eficaz como incomprensible, que avanza entre reflejos
quedos y oscuridades infinitas.
Lo corpóreo queda atrás, anclado en
los lejanos temores del invierno, cuando la sustancia de lo real parecía no
tener fin ni principio, en aquel tiempo detenido en sí mismo, el espíritu
vuela, cabalga libre por llanuras innominadas, por mares sin pseudónimo ni
designación.
Sin temores ni trabas todo incita a la
partida, al éxodo, entre ritmos eléctricos y melodías de estimulante
inspiración. La luna, introvertida en bajo relieves refulgentes juega con las
nubes, trazando aureolas mágicas entre los compases nocturnos.
El alma vuela itinerante, emancipada,
soberana, sin ligaduras ni freno, mientras la vida se desliza más abajo, en el
fondo de un desfiladero profundo y distante, envuelta en la umbría que le es
propia.
La soledad es tan absoluta que por
ella se desliza la manifestación de todo el Universo, multitud de presencias
concurren en el vacío aparente, en el fluido incorpóreo de la suave brisa de un
metafórico norte.
Fluye el incorpóreo mar en un compás
de olas largas, como estiradas en inconcreta cadencia, suavidad en esencia, en
dócil comunión con la existencia que brota, que surge a cada instante
ocultándose a la febril mirada, al tacto impalpable de lo que no es cotidiano.
Un silente despertar, una surgencia de
algo invisible, impalpable, se resbala por la inmaterialidad, ecos intangibles
de un deleite arcano y profundo. La odisea continúa.