Cada segundo se destruye un segundo y
surge uno nuevo, es el filo preciso y finísimo de un presente continuo, la
arista de un cambio constante, una sucesión de instantes en la que sólo existe
uno, éste en el que la mente lee este texto como en sordina.
Nada permanece, todo cambia, sólo el
cambio es permanente y sin embargo, seguimos aferrándonos a aquello que no es,
como si tuviese un valor indeleble.
Entre las estrellas, miles de agujeros
negros contemplan como inconmensurables imanes el desgaste de galaxias, mundos suspendidos
en una infinitud imposible de comprender.
Luz viajando por un espacio
inexistente, soles apagados en materializaciones de gases, estrellas y mundos
en dimensiones insondables de otro tiempo.
Ayer acaba de terminar y un nuevo hoy
se filtra en la estela de un tiempo fugaz, inasible. La idea de un tiempo
continuo nos aleja de la única verdad, la impermanencia como destino último de
toda existencia.
La noche es la norma en el universo,
el día, una circunstancia excepcional en los minúsculos destellos donde la luz
se detiene un instante, antes de regresar a la noche.
De oscuridad y silencio está hecha la
galaxia y los mundos, noche y silencio conectando el infinito.