Avanzaba por la conocida carretera una mañana en que la luz dialogaba e invadía el aire. Suave, la autovía era un
torrente suave por el que se deslizaba el viejo volvo, tranquilo, calmado.
El aire brillaba en luz mientras un
vehículo, de plateado remate trasero, adelantaba con la misma parsimonia con la
que se fugaba el tiempo. Entonces sucedió.
Un umbral se abrió, un instante, corto
e infinito, dejando ver detrás los ecos de un mundo primordial, entre lo
onírico y lo vivencial. Brotes fugaces de un submundo conocido y cercano
desplegaron sus efluvios con la certeza contundente de la realidad que los ojos
han visto.
Un suspiro, una mirada directa al
abismo, a un precipicio lovecraftiano, a un talud de realidad coexistente,
cuántica, primigenea, oculta.
Las sombras, de una verdad
indescriptible dejaron su aroma de húmeda cotidianeidad, cuya mirada
reconocible asombra al alma.
Se cerró el resquicio tenue de aquel
limen incalculable y en su obstrucción se perdió su recuerdo, dejando tan sólo
el delirio de un aroma.