Recorría lugares nuevos que se abrían
amantes ante la marcha firme y cadenciosa. Riscos, valles, ensenadas, lagos y
bosques se estrenaban a cada paso desplegando los aromas de una libertad aún
por desvelar.
Las mañanas rotundas y frescas daban
paso a tardes activas y noches de alegre profundidad, la navegación, no siempre
propicia, mantenía en el horizonte el asomo de un mañana esperanzado y de un
presente cargado de verdad.
La monotonía de un pasado, todavía
cercano, constituía sin embargo un recuerdo lejano como tiempo de infancia,
mágicos tránsitos de vida.
Singlando marchaba entre vientos de poniente,
cálidos, aproados, que dificultaban el avance de manera obstinada, vientos de
ceñida, que como una exhalación dejaban al navío atisbando la costa sin llegar
nunca a alcanzarla.
La navegación si no es exigente es un
paseo para marineros de ocasión, aquellos que nunca se mojan la ropa, los que
no se despeinan, los que no abandonan la seguridad del puerto salvo cuando
todas las condiciones son propicias.
Las grandes tormentas habían quedado
en aquellas singladuras de su cabo de hornos particular, días y noches de
tempestades duras, frías, de vientos racheados y olas como muros, ahí, en esos
mares de tempestad es donde había desarrollado sus artes de navegante, entre rachas
heladas y mares encrespados batidos por las emociones y sentimientos de
imposibilidad.
Atrás quedaban también los años de
navegación en líneas regulares, con aquellos grandes navíos, tan seguros como
inciertos, y los días y las noches tan semejantes que no cabía distinción. Tiempos
de bruma en cubierta, de tedio existencial en medio de las marejadas, tiempos
de derrota.
Al abandonar los grandes barcos la
travesía se hacía mas transcendental, más intensa y vital, cada recalada tenía
la fuerza de lo recién descubierto, de lo por estrenar. El timón temblaba con
las sacudidas de la mar y el brazo con ellos, la brisa salpicaba agua y sal mientras
el sol quemaba la piel, el velamen, el mástil y el casco hacían una perfecta
unidad con él.
Esta obstinación por la navegación
vital, por recorrer el pulso de la propia vida lo acercaba a la esencia más
elemental, a la forma arquetípica de sí mismo, y sin embargo, lo alejaba de
cosas y seres a los que amaba, no todos aguantaban en el puente ante una mar
enarbolada, algunos navegaban mal en aquel bajel escueto y marinero, topándose
de frente con la incomodidad que trae pilotar sin carenado. Un alejamiento
cierto y constante anticipaba tiempos de separación, mares de ausencias.
Pero aquellos eran también tiempos de
amor, de belleza, de risa y sonrisa, de alegría de vivir, de anhelo por
conocer, por avanzar, por descubrir, eran tiempos de vida.
Singladura tras singladura la mar se
hace más profunda, más inquietante y tenaz, la navegación rotundamente vital, en
ocasiones procelosa en ocasiones serena, desvela el alma profunda del marino
que mide sus fuerzas sólo consigo mismo y con la mar.