Por el árbol trepa lentamente la
silueta alargada de la duda. Las ramas largas, estilizadas penetran como dedos
en la nube de hojas de una copa gris aterciopelada.
La ladera descarnada rompe la luz en
la sombra, luz que se evade sosegada entre tierra baldía, escombrada. Sones
imprecisos salpican el aire, el viento los lleva y los trae.
La noche se extiende más allá del
barrio, amplia, rotunda, luminosamente sombría. Rumores callados, acechantes,
atraviesan el páramo.
Una media luna alta y solitaria mecida
en su órbita, cabalga el cielo enigmática, algunas estrellas atrevidas
parpadean en la bóveda oscura y suave.
Buscaron palabras y no encontraron mas
que vacíos imposibles de llenar, buscaron entre las esquirlas de vida y no
hallaron sino nudos entrelazados en sí mismos.
Ninguna voz se oyó fuera, ninguna
caricia alivió el momento, ninguna palabra fue pronunciada, sólo el dolor y la
angustia de un instante infinito, de paso lento, un dolor arraigado en algún
lugar profundo e indefinido, un dolor piélago, perenne, sempiterno.
El silencio se prodigó aplacando
cualquier sonido, sosegando el sentimiento. Cayó la vida en ese instante
mágico, silente, acordado. Y el silencio se hizo tangible, casi razón, fue sólo
entonces cuando la Vida desprovista de la informe materia antigua, se abrió
paso hacia aquel horizonte infinito al que van las almas cuando son libres.