La lluvia había empapado una tierra y
un asfalto resecos desde que se perdía la memoria, la noche sabía a refresco de
lima ácida.
El pasado se desdibujaba en jirones
abstractos, realidad y ficción conspiraban enturbiando el recuerdo, lo que fue,
lo que es, lo que quedaba de todo aquello.
El tiempo, railes despintados de
realidad sumergida en los confines de la edad, bucles de temporalidad
torsionada sobre sí misma, cambio, mutación, tránsito hacia alguna otra parte.
El vértigo del viaje se asomaba desde
el dintel de la mutabilidad, como en el descenso de la cumbre. Cima ya
coronada, pináculo del que no queda sino descender. Escabroso descenso hasta el
valle de los sentimientos, de los anhelos, descenso imprescindible para
alcanzar la cumbre de la emancipación, de la voluntad retornada, de la perdida
libertad.
La montaña, le pareció al fin antigua,
vieja como él mismo, horadada por los vientos y los hielos, desguarnecida,
abandonada a su suerte, como toda cumbre, como toda montaña que en su altanería
descansa su soledad. Soledad milenaria, ancestral desierto, viento, viento que
como huracán golpea riscos, retamas, rocas y neveros.
El frío vive en estas cumbres cuya
cercanía las aleja, lugar conocido incompresiblemente, lugar inhóspito mil
veces frecuentado, desconocido espacio de significados imposibles.
Amanecer, día y noche y día y amanecer
y día y noche acariciaron estas cumbres con dedos de sol y plata, dejaron
vestigios de aquellos que fueron, originarios moradores de las cumbres, jóvenes
primigenios olvidados ya, perdidos en estas cimas del tiempo.
Un adiós se dibuja ya en el alma, la pérdida
irreparable de lo que fuimos, de los que fuimos, atrás quedaron aquellos,
bienvenidos sean estos que llegan, bienaventurados los que cambian, los que aman
y se despliegan.