No sabía nada, el mundo danzaba a su
alrededor sin tocarlo sin dejar rastro alguno en su refractaria conciencia, todo
estaba bien, todo siempre estuvo bien, en su sitio, todo colocado y acomodado
de tal manera, que nada ni nadie podía influirlo.
Siempre fue igual, desde su infancia
su entorno había mantenido un orden cercano a la perfección, los
acontecimientos se sucedían como sujetos a un mandato, la vida estaba regida
por una suerte de oculta ordenanza que todo lo alcanzaba, que todo lo
prescribía.
Un cauce cómodo y profundo le conducía
amablemente hacia un destino, que se vislumbraba desde cualquier punto del
camino. Un sendero perfectamente delimitado, trazado en completa ausencia de
sueños, disponía y colocaba sucesos, acontecimientos, relaciones, actividades,
amistades, ocio, posesiones, estilo de vida en un sistema armónico que creaba
su propia conducta, su propia manera de ser y de creer.
No sabía nada de cuanto ocurría
alrededor, y menos aún por qué pasaba nada. Todas las existencias distintas de
la suya eran opacas, informes, incomprensibles alineaciones carentes del
benefactor orden. Fuera, más allá de la ley estaba el vacío, la nada, un mundo
desértico e inhóspito poblado de seres indiferentes, un espacio huero.
La vida siempre le trató bien y esta
desgracia le complacía, henchía de plena satisfacción un alma rebosante de sí
misma. Si todo me va tan bien es porque lo merezco, porque soy valioso, porque
soy mejor que los demás, pensaba. Era un ser satisfecho, un triunfador, alguien
dotado de esa natural displicencia del
que siempre se sintió afortunado, la fortuna familiar contribuyó en algo a esta
posición también heredada.
El poder se le daba bien, ese era
realmente su talento, esa era su verdadera pasión, lo que más amaba en el
mundo. Y el poder, complacido de sí mismo y agradecido, le devolvía con creces
sus alardes, dotándole de una posición social y económica por encima de toda
nubosidad reinante, por encima incluso de las rutas aéreas.
Sus desplazamientos siempre en primera
clase o con chófer, sus amistades dignas de una corte. Todo respiraba dominio,
autoridad, soberanía y autocomplacencia. Mandaba. Dominaba. Su autoridad y
hegemonía alcanzaba muy lejos, al menos hasta el horizonte de su vista.
Nunca tuvo la suerte de enfrentarse a una crisis
porque sus asesores las anticipaban, y su condición le garantizaba sacar
partido de ellas sin necesidad de esforzarse, jamás sufrió un desamor porque
quién se acercaba a él no osaba de ningún modo rechazarlo, nunca vio de cerca
la desesperación, ni la privación, no tuvo nunca suerte en la vida, ni tan
siquiera en la muerte, una muerte rápida y certera que al igual que su vida no
le pudo enseñar nada.