El viento ululaba alrededor del casco con esa
sonoridad rumorosa y aislante, mientras en el interior la mente emprendía un
viaje de regreso al pasado, un pasado tan lejano, tan pretérito que costaba
rescatarlo del fondo del recuerdo.
Apelando al presente más cercano, sin embargo,
emergió como una surgencia voluptuosa una pléyade de recuerdos asociados al
amigo recién fallecido, los recuerdos no eran estrictamente suyos sino de un
entorno cercano a él, recuerdos datados en aquel tiempo en que se conocieron,
coincidieron y compartieron fragmentos de vida.
Los recuerdos no obstante brotaban recubiertos por
un barniz de tristeza, era como si todo aquello se perdiese ahora, en aquel
mismo instante en el que manaba el recuerdo, como si el pasado no hubiese
acontecido hasta no producirse su recuerdo.
Avanzaba la motocicleta desplegando delante de su
rueda una ciudad de sábado inusualmente tranquila, las calles como los
recuerdos, afloraban por delante y por detrás de la carlinga acompasadamente;
luces, semáforos, remembranzas, vestigios de la memoria que se adherían al
asfalto con tesón.
Aquel halo de nostalgia parecía la condición vital
necesaria para asistir a un duelo, un pulso vital preparatorio para estar a la
altura de una tristeza tácitamente admitida
El trayecto norte sur era en verdad un viaje al
pasado, a los orígenes de aquél que fue en otro momento, la vuelta a los
lugares de infancia, a los barrios de iniciación a la vida, la vuelta al sur,
al sur de siempre; entrometido, vulgar, sucio y auténtico sur de la memoria.
Las escenas de juventud y adolescencia emanaban
soledad y añoranza, sin que ninguno de esos sentimientos tuviese raíces de
realidad. Detectó que aquellos eran sentimientos impostados, adulterados por
una suerte de mecanismo enigmático que atraía determinados pensamientos por
simple asociación con la pérdida derivada de la muerte, una pérdida que de
haberse producido lo habría hecho hace treinta años, que era la insalvable
distancia que los separaba.
La muerte, no obstante, marcaba un nuevo umbral,
una señal indeleble que hacía distar aún más la separación ya instalada,
ahondando en la lejanía los recuerdos; los que fueron, los que dejaron de ser.
La muerte acumulando en el recuerdo las muertes que fueron, las muertes pasadas
que cuál sedimento, acrecienta la remembranza de todos cuantos se han ido, cada
vez que alguien toma la salida.
La muerte, las muertes recordadas, pero por encima
de todas la primera, la primera muerte que vuelve con más fuerza que el primer
amor. La Muerte en Mayúsculas, esa pérdida cortante, tajante, incisiva, seca y
categórica. Primera muerte, muerte adolescente, muerte primera.
La ciudad anochecía deprisa, o tal vez ya era de
noche cuando comenzó aquel viaje que se extendía en el tiempo ocupando largos
años, la metrópoli acompañaba la carrera cambiando a cada paso con el decurso
de aquella travesía.
El parque Sur se abría a la noche con luces
introvertidas, titilantes como velas, la infancia primera se reflejó en el
parabrisas de la motocicleta, tan breve uno como otro. Una última senda
conducía a un edificio que se alzaba como una fortaleza ante el hundido camino
que conducía hasta ella.
Algunos grupos de personas menudeaban en las
murallas de ladrillo y cristal, en medio de una aparente tranquilidad reinante.
La sala ocho era la Ítaca de aquel largo viaje, una
sala vacía a cuya puerta se arremolinaban seres extraños, desconocidos. Una voz
pequeña, tenue llamó por su nombre al viajero que tardó en reconocer a su
propietaria incluso después de que se presentara, un abismo temporal infinito
separaba aquellos dos seres inalcanzables ya, desvinculados para siempre.
El cadáver, de cuerpo presente, signifique lo que
signifique presente…, descansaba sobre un catafalco entelado escoltado por dos
orlas florales, hasta llegar a él la sala era un campo de batalla en el que se
había consumido toda la reserva de vino que el finado había dejado para la
ocasión, restos de comida, y vasos de plásticos daban fe de aquel picnic
improvisado convertido en fiesta funeraria.
El guiño del muerto a través de su voluntad de
convertir aquel trance triste en una celebración, hicieron virar de signo todos
los recuerdos del viajero del tiempo, recuerdos que brotaban ahora redecorados
sin la más leve pátina de tristeza, incluso con un destello vital.
Hamburguesas de Mc Donald´s, unas bolsas enormes
con hamburguesas y una garrafa de vino de Ávila entraron en escena ya cercana
la medianoche, más bebida y más comida a la “salud” del difunto. El surrealismo
avanzaba sin freno y con él el cambio de paradigma de un velatorio.
Personajes
de barrio desafiantes unos, descarados otros, vitales todos. La colorista noche
continuaba su periplo siguiendo el ritmo de los astros y al margen de los
actores, noche concluyente, concreta, determinante. La media noche marca la
mágica hora del regreso, hora de dejar atrás, esta vez de forma definitiva, el
pasado.