Iban llegando venidos de los más recónditos puntos
del imperio, de los imperios, cada uno del suyo. Unos con paso vacilante,
airados otros, tristes y hasta abatidos aquellos.
Avanzaban inexorablemente a través de un valle
hundido por las fuerzas de la geodinámica que habían tallado un altiplano
plagado de cerros testigo. Su pasada gloria glacial se perdía en los anales del
tiempo.
Avanzaban, venían como ejércitos, cuál hordas
silentes en el útero de la vida, caminando ignorantes del destino hacia el que
conducían sus pasos, sin percibir siquiera la vasta meseta que se extendía bajo
sus pies.
En su evolución iban dejando atrás lo que fueron,
quienes fueron e incluso aquello que realmente eran. Metamorfosis
transformadora, mutación esencial que hacía de cada individuo un ser aún más
individual.
El valle otrora blanco y solitario estaba ahora
plagado de seres caminantes unos y sedentes otros. Caminaban solamente aquellos
que no habían alcanzo su objetivo, su atalaya, sedentes al contrario se
encontraban los que al fin habían culminado su andadura y desde una nueva
posición elevada contemplaban el universo desde la perspectiva que ofrecía su
cerro testigo.
Atalayas, promontorios, auténticos oteros que se alzaban
hacia el cielo como vigías aventajados en medio de la llanura.
Cada cerro testigo, cuál pedestal, alojaba sólo a
su señor posicionándolo en una aparente situación de privilegio sobre el resto
en su particular cima de las miserias.
La subida a aquellos pedestales la constituía una
escalonada pendiente construida por su propietario a fuerza de ego, de
renuncia, de pasión, pero también de desprecio, frustración y grandes
complejos. Cimientos sólidos, materiales de construcción compactos para
levantar aquel emporio efímero y quimérico.
A pesar del largo recorrido, de lo tortuoso y duro
del camino que ascendía hasta aquel valle de altura, no paraban de llegar más y
más peregrinos resueltos a construir su propio alcor, movidos por una
imaginaria nueva fiebre del oro.
Cada paso del camino, cada peldaño ascendente al
promontorio era un avance inequívoco hacia un punto de muy difícil retorno. La
culminación, la llegada una sentencia irremisible, una suerte de yugo que
mantenía al novel reo encadenado a su propio pedestal, esclavo de su propia
creación.
Aquella cuenca era la patria de los grandes
ególatras: famosos, ricos, relevantes, dignatarios eran los pobladores
naturales de aquellas tierras altas y sus primeros colonizadores, pero entre esta
legión de pavos reales engalanados y altivos, con el paso del tiempo se destacaba
una plétora de desheredados, de pobres, de gente doliente y desesperada que hicieron
baluarte en su desgracia, bastión en su desdicha, gentes atrincheradas en su
desventura y su infelicidad.
Eran los pedestales morales que se alzaban por
encima de los demás al poseer un basamento más sólido y fundamentado, que como
zócalo de arrogancia posicionaba a su propietario unos metros más arriba que a
los demás.
Podios, cimientos, soportes sobreelevados, cerros
donde apoyar y guarecer la angustia, la irrealidad, la miseria, la devastadora
superioridad, altozano donde salvaguardar la incapacidad, el miedo, el horror,
urna donde poner a salvo la supremacía que cada uno pretende ostentar.
El valle es elevado como dijimos y sus cerros
testigo encumbran a quién habita en él por encima de la llanura dominante. Espléndido
espacio circundado por montañas, altas montañas de picos majestuosos, de
alturas vertiginosas desde las que el valle se contempla como una llanura sin
apenas relieve, valle que desde la altitud se convierte en cañón donde cada
resalte es una mero botón apenas destacable, alturas inexploradas por los
habitantes de la altiplanicie, vedadas al corto mirar del avizor morador de su
atalaya.