Detrás de lo
aparente se encuentra la verdad. Absorto en la propia incertidumbre, mirando
más allá de la piel de las cosas, donde estaba ella, sin estar. Perdido en el
laberinto de la vida transitaba por una ciudad olvidada de sí mismo, olvidada
de ella, una ciudad henchida de soledad, ahíta de tristeza.
Sintió cesar,
una leve muerte emergió en el desvelo de la conciencia, por un instante y con
alivio dejó de ser, conciencia de saber, conciencia de ser. El día no podía ser
peor. La desesperanza conspiraba con la misma intensidad que el desconsuelo.
Olas de fatiga golpeaban tenaces la borda desde la misma línea de flotación. Vértigo
ante el peligro mostrándose desde lo alto de la resbaladiza pendiente del
abatimiento. Una copa de rioja para atenuar el desasosiego.
Con el sabor
agrio del vino aún en la garganta, corrió a refugiarse en el arte; arte
Sumerio, navegación por el Tigris y el Eúfrates hacia una perdida Mesopotamia.
Ventana abierta al aire fresco con el que disolver tanto desánimo. El sistema
trabaja para mantener intacta toda desigualdad; leyes, normas, justicia, son un
contubernio que crea cauces a la riqueza, un sistema que enriquece al rico y
deja al pobre empobrecido sin remedio.
Inmersión en
los mares del arte: arte antiguo, Picasso, Miró, Juan Gris, Robert Adams,
descubrimiento de un Dalí ignoto. Arte llenando los huecos, impregnado lo
interior de una visión que deja la cotidianeidad en el desván de lo consciente.
Necesidad de arte. Buscaba pero no estaba, nada había, solo ausencias, buscaba
sin encontrar.
La ciudad,
oculta bajo el cielo de un abismal desencuentro, palidecía. El sordo sonido del
tráfico semejaba un latido incongruente, voces aceradas cortaban el aire. Y el
arte, el arte de nuevo, cómo bálsamo benefactor, volvió a salvarle de sí mismo.