Avanza la luz de amanecida despejando las sombras nocturnas. En el malecón de la vida las olas de la rutina chapotean con cadencioso ritmo una y otra vez, sin ímpetu, sin coraje, pero incansables.
La espuma y la marea cotidianas van dejando su sedimento en los profundos rincones del alma, desgastando el embarcadero de la mente, minando el dique del sentimiento. En el receptáculo del corazón se amontonan impresiones, emociones, recuerdos.
El hombre se va tornando muro y su interior se hace esquivo e impenetrable, reservándose todo el tiempo, guardándose, limitándose. Cierta fotofobia mantiene en la oscuridad un interior oculto incluso a su propia mirada.
Un hombre vive mientras otro subyace, un hombre aparenta mientras que otro anhela, un hombre olvida al tiempo que otro pugna por recordar, uno exige y el otro pide, uno coge siempre mientras que el otro sólo da, uno desconfía y el otro espera. Ambos son el mismo hombre, les separa solamente la barrera de la propia inconsciencia, ese olvido atávico y ancestral que es el olvido de uno mismo.