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17 de septiembre de 2016

Noche II


La lluvia había empapado una tierra y un asfalto resecos desde que se perdía la memoria, la noche sabía a refresco de lima ácida.
El pasado se desdibujaba en jirones abstractos, realidad y ficción conspiraban enturbiando el recuerdo, lo que fue, lo que es, lo que quedaba de todo aquello.
El tiempo, railes despintados de realidad sumergida en los confines de la edad, bucles de temporalidad torsionada sobre sí misma, cambio, mutación, tránsito hacia alguna otra parte.
El vértigo del viaje se asomaba desde el dintel de la mutabilidad, como en el descenso de la cumbre. Cima ya coronada, pináculo del que no queda sino descender. Escabroso descenso hasta el valle de los sentimientos, de los anhelos, descenso imprescindible para alcanzar la cumbre de la emancipación, de la voluntad retornada, de la perdida libertad.
La montaña, le pareció al fin antigua, vieja como él mismo, horadada por los vientos y los hielos, desguarnecida, abandonada a su suerte, como toda cumbre, como toda montaña que en su altanería descansa su soledad. Soledad milenaria, ancestral desierto, viento, viento que como huracán golpea riscos, retamas, rocas y neveros.
El frío vive en estas cumbres cuya cercanía las aleja, lugar conocido incompresiblemente, lugar inhóspito mil veces frecuentado, desconocido espacio de significados imposibles.
Amanecer, día y noche y día y amanecer y día y noche acariciaron estas cumbres con dedos de sol y plata, dejaron vestigios de aquellos que fueron, originarios moradores de las cumbres, jóvenes primigenios olvidados ya, perdidos en estas cimas del tiempo.
Un adiós se dibuja ya en el alma, la pérdida irreparable de lo que fuimos, de los que fuimos, atrás quedaron aquellos, bienvenidos sean estos que llegan, bienaventurados los que cambian, los que aman y se despliegan.