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31 de mayo de 2014

Pedestal


Iban llegando venidos de los más recónditos puntos del imperio, de los imperios, cada uno del suyo. Unos con paso vacilante, airados otros, tristes y hasta abatidos aquellos.
Avanzaban inexorablemente a través de un valle hundido por las fuerzas de la geodinámica que habían tallado un altiplano plagado de cerros testigo. Su pasada gloria glacial se perdía en los anales del tiempo.
Avanzaban, venían como ejércitos, cuál hordas silentes en el útero de la vida, caminando ignorantes del destino hacia el que conducían sus pasos, sin percibir siquiera la vasta meseta que se extendía bajo sus pies.
En su evolución iban dejando atrás lo que fueron, quienes fueron e incluso aquello que realmente eran. Metamorfosis transformadora, mutación esencial que hacía de cada individuo un ser aún más individual.
El valle otrora blanco y solitario estaba ahora plagado de seres caminantes unos y sedentes otros. Caminaban solamente aquellos que no habían alcanzo su objetivo, su atalaya, sedentes al contrario se encontraban los que al fin habían culminado su andadura y desde una nueva posición elevada contemplaban el universo desde la perspectiva que ofrecía su cerro testigo.
Atalayas, promontorios, auténticos oteros que se alzaban hacia el cielo como vigías aventajados en medio de la llanura.
Cada cerro testigo, cuál pedestal, alojaba sólo a su señor posicionándolo en una aparente situación de privilegio sobre el resto en su particular cima de las miserias.
La subida a aquellos pedestales la constituía una escalonada pendiente construida por su propietario a fuerza de ego, de renuncia, de pasión, pero también de desprecio, frustración y grandes complejos. Cimientos sólidos, materiales de construcción compactos para levantar aquel emporio efímero y quimérico.
A pesar del largo recorrido, de lo tortuoso y duro del camino que ascendía hasta aquel valle de altura, no paraban de llegar más y más peregrinos resueltos a construir su propio alcor, movidos por una imaginaria nueva fiebre del oro.
Cada paso del camino, cada peldaño ascendente al promontorio era un avance inequívoco hacia un punto de muy difícil retorno. La culminación, la llegada una sentencia irremisible, una suerte de yugo que mantenía al novel reo encadenado a su propio pedestal, esclavo de su propia creación.
Aquella cuenca era la patria de los grandes ególatras: famosos, ricos, relevantes, dignatarios eran los pobladores naturales de aquellas tierras altas y sus primeros colonizadores, pero entre esta legión de pavos reales engalanados y altivos, con el paso del tiempo se destacaba una plétora de desheredados, de pobres, de gente doliente y desesperada que hicieron baluarte en su desgracia, bastión en su desdicha, gentes atrincheradas en su desventura y su infelicidad.
Eran los pedestales morales que se alzaban por encima de los demás al poseer un basamento más sólido y fundamentado, que como zócalo de arrogancia posicionaba a su propietario unos metros más arriba que a los demás.
Podios, cimientos, soportes sobreelevados, cerros donde apoyar y guarecer la angustia, la irrealidad, la miseria, la devastadora superioridad, altozano donde salvaguardar la incapacidad, el miedo, el horror, urna donde poner a salvo la supremacía que cada uno pretende ostentar.
El valle es elevado como dijimos y sus cerros testigo encumbran a quién habita en él por encima de la llanura dominante. Espléndido espacio circundado por montañas, altas montañas de picos majestuosos, de alturas vertiginosas desde las que el valle se contempla como una llanura sin apenas relieve, valle que desde la altitud se convierte en cañón donde cada resalte es una mero botón apenas destacable, alturas inexploradas por los habitantes de la altiplanicie, vedadas al corto mirar del avizor morador de su atalaya.