Páginas

Buscar este blog

20 de marzo de 2014

Vestigios


No sintió como se deslizaba, ni tan siquiera apreció el tránsito hacia aquel lugar, tan solo, llegado el momento, comprendió que estaba allí, fue como si sucediera simplemente.
Aquel espacio le sobrecogía de manera imprecisa, había algo en él que anunciaba su propio espacio, el reducto de su propia existencia, algo que le enfrentaba con una suerte de epílogo.
Una vez allí, continuó con su trabajo, no era un trabajo arduo ni mucho menos, sino fuera por la callada inquietud que lo perseguía con insistencia. Se trataba de mirar, de indagar, de averiguar en definitiva a través de los indicios que quedaban en aquel lugar la personalidad que los creó, las claves de una mente que había extendido las alucinaciones por el comedor, el salón, la bañera, los tejados, el taller…, como el que extiende una sábana sobre la cama o un mantel encima de la mesa, con la misma naturalidad y simplismo.
El tiempo parecía estacionario, detenido para siempre en un presente continuo que anticipaba un futuro sin lograr alcanzarlo nunca, un espacio estático y eterno que al mismo tiempo se desplomaba, se volvía impreciso y difuso, de una realidad inconsistente, apócrifa.
Miraba con pasión los rincones desde los que iba rescatando retazos de asombro, briznas de realidad, pizcas de genialidad mezcladas con átomos de locura, un cosmos complejo y perverso sustentado en una vida simple e intrascendente.
Era una distorsión en el espacio-tiempo, una rareza que como agujero de gusano se colaba en otro plano de realidad espacial y temporal. Por que ¿qué espacio era aquel? ¿cuál era su plano de existencia? ¿cuál su génesis? ¿cuál su realidad?.
Era una surgencia de desconocido origen que indagaba en los planos más profundos de la mente, en el limbo del subconsciente donde toda realidad es posible y todo mundo imaginado es realidad. Recorría la casa del loco, transitaba por el frenopático de la imaginación, de una imaginación antigua, ancestral, un reducto del pasado que conectaba con el presente a su través.
Sin quererlo se sentía como el vehículo inevitable que transportaba una locura, una sinrazón, una herencia muerta. Indagaba y a cada paso la muerte detenida y eterna le miraba a los ojos, de cerca, sin arrogancias ni pudor.
Descubrió que el origen de la inquietud era el roce de la muerte, rotunda y sin atenuantes. Cada palabra que leía, cada dibujo que veía, cada referencia que investigaba eran materia muerta, harapos de lo que fue, entonces por primera vez, notó el polvo cubriéndolo todo, como un manto que viraba los colores a blanco y negro, una espesa capa de polvo que se introducía por cada poro de su piel, que inhalaba con cada respiración, que cubría sus ojos en cada parpadeo, un polvo como ceniza que se pegaba a la piel y al corazón.
Caminaba sobre cenizas y a cada paso se levantaba una polvareda, ahora lo veía con precisión. Pero no se trataba de las cenizas residuales de un incendio, sino de las cenizas de la nada, aquellas que provoca el simple paso del tiempo, como vestigio plomizo que todo lo iguala, haciendo análogo lo desemejante, uniformando la diferencia.
La presión se atenuó al entender que aquel espacio en el que indagaba era un sepulcro, un sepulcro que no estaba ubicado en ningún lugar concreto, un sepulcro mental en una mente universal que fagocitaba sus recuerdos haciendo ceniza la realidad de otro tiempo.
Aquel sería su destino y el de todos, un limo de cenizas que con suerte o sin ella alguien alguna vez pretendería revivir, evidentemente sin éxito. Entendió que su aspiración por revivir, por resucitar aquel legado era una ruta cierta que sin embargo le enfrentaba a la arqueología no de los restos sino de lo que fue: sentimientos, anhelos, pasiones, miedos, alegría…
Una iconografía plagada de momentos que quedaron congelados en láminas, cuadros, escritos, objetos, expresiones de aquel si mismo que fue y cuyos perfiles hoy están difuminados por la mano borrosa del tiempo.
Nadaba en vestigios que le anudaban por dentro, porque toda historia, aunque ajena, es siempre la propia historia, historias y vidas que empiezan a hacerse una cuando dejamos de dar vueltas alrededor del sol.

6 comentarios:

Sirenoide dijo...

Lo que fuimos, lo que somos. Al final nada de eso permanece porque cada cambio conlleva una pequeña muerte de lo que había hasta ese momento. Y lo que acaba implica un insólito comienzo necesariamente, un ciclo, una nueva historia. Uno renace de sus cenizas y a veces, le “renacen”…pero no es más que una ilusión porque ya jamás puede SER lo que FUE. Precisamente en eso reside la belleza de la vida, en lo único, especial e irrepetible de cada momento y de cada ser.
Nuestros vestigios son como jirones de nosotros mismos y de las huellas de otros, lo que construimos juntos y luego se destruyó. Observar esos restos ajenos y verse identificado en lo que pasará con nosotros mismos cuando pase el tiempo, es un poco enfrentarse a la realidad dolorosa de nuestra fugaz existencia, tomar conciencia de la propia finitud.
Gracias Palabrerías por tanta honestidad en tus palabras. Me ha parecido un texto muy lírico y ha resonado para mí en algo melancólico y necesario, la reflexión sobre lo que ya no está, lo que se va sin retorno, el disfrute de la vida, la certidumbre de la muerte.
Ya lo dijo mi admirado Antonio Machado: “ La muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.”

Sólo quedarán los vestigios de lo que fuimos. La nada.

bassho dijo...

A mí el texto me ha resultado muy complejo. Lo he leído varias veces pero no consigo entrar en él del todo. Me produce cierta inquietud y desasosiego. Echo de menos un poco de luz y de certezas de infinitud.
Por otra parte reconozco su fuerza y la riqueza de sus imágenes.

palabrerías dijo...

Este texto, extraño, tiene que ver con la investigación histórica, con la arqueológica que se desarrolla sobre la vida y la obra de alguien que ya ha fallecido, y con la suerte de paradoja con la que se encuentra el investigador al comprobar, como algunas cosas se han fijado en el tiempo en una especie de presente intemporal, como detenidas, como anhelantes de un presente que, sin embargo, ya fue, ya sucedió y que por tanto aunque vestido de presente nos relata el pasado.
Es como mirar las estrellas, donde la fascinación de la luz que vemos ahora se acentúa de manera inquietante al entender, que lo que realmente vemos hoy es el ayer, el pasado de unas estrellas que tal vez no existan ya hoy, un pasado obstinado en permanecer y al que los sentidos, engañados, siguen identificando con el presente.
También existe un cierto vértigo al asomarse a vidas ajenas, vidas sólo conectadas con el investigador por sus vestigios, por los rastros débiles de los que debe inferir aspectos que desconoce totalmente.
Es andar sobre el polvo leve, el sedimento que dejamos los seres humanos en nuestro paso por la vida, un polvo que se esparce para perderse con el viento del tiempo.
Este texto habla del acto de sumergirse en una investigación de este tipo, en las sensaciones derivadas de explorar mundos ajenos, lejanos pero próximos.

Sirenoide dijo...

Este poema me ha llevado a reflexionar mucho y quería compartirlo con vosotros...

"Retirarse no es rendirse,
ni estar en contra es agredir.
Cambiar no es hipocresía
y derrumbar no es destruir.
Estar a solas no es apartarse,
y el silencio no tener que decir.
Quedarse quieto no es por pereza,
ni cobardía es sobrevivir.
Sumergirse no es ahogarse,
ni retrocedes para huir.
No se desciende trastabillando,
ni el cielo ganas por biensufrir.
Y las condenas no son eternas,
ni por perdones vas a morir.
A veces, solo a veces…
Hace falta lograr soltarse,
izar las velas, abandonarse,
dejar que fluya, que el viento cambie,cerrar los ojos y enmudecer.

María Guadalupe Munguia.

palabrerías dijo...

Muchas gracias por compartir este poema Sirenoide, es muy humano, muy tranquilizador..

bassho dijo...

Salir corriendo a veces puede servir, otras nos aleja hasta de nosotros mismos.
Añoro las mañanas de otoño que miraba sin tiempo por la ventana de pueblo de mi casa. Podía llover, quizá los truenos nos rodeaban, pero la presencia de mi madre me protegía de cualquier peligro. Miraba el cielo nublado buscando la maravilla.
La inundación de los días y los instantes me tenía absorto en el milagro cotidiano de la existencia que transcurre gozosa y libre.
La noche era un pozo sin fondo, cálido y extendido en la vertical de la plaza vigilada por una fuente calladamente cantarina. Allí descubrí la trascendencia y el tuétano que se esconde tras la ósea apariencia de las cosas.
Más tarde, más allá de cualquier semana, mes o año, me encontré con los campos sembrados de rocío, con árboles tan extáticos que parecían yo mismo, con la niebla que produce la distancia y la humedad del recuerdo… Y con el frío y el olvido.
Prometí fijar en mi retina las imágenes circulares que contemplaba desde paisajes tan vastos, perdiéndose por la curvatura del horizonte. Y desde aquel escalofrío que me provocaba tanta belleza, atesorarla para el futuro imprevisto, guardarla en un corazón pequeño, pero encharcado de algo que hoy todavía no sé cómo nombrar.