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26 de marzo de 2013

Música


Entro en el tubo, el sonido atronador del metro reverbera en el silencio sordo de los viajeros; ensimismados, ausentes, parecen haber abandonado su personalidad en la entrada.
Me siento. Algo constriñe este pequeño universo plagado de seres autómatas. El vagón está lleno pero no repleto, es primera hora de la mañana, una procesión de individuos lejanos se deja llevar hacia sus trabajos como portando una pesada carga a sus espaldas.
Se abren las puertas en la estación. Junto a un par de viajeros entra un sujeto de tez oscura, grueso y sucio, arrastra un carro de la compra al que ha adaptado un pequeño amplificador de sonido y una caja de ritmos. Su aspecto es francamente desagradable, en la mente del vagón se dibuja un pensamiento de hastío, de desaprobación.
Sin reparar en el entorno el individuo se toma su tiempo preparándose para la interpretación, conecta el sonido y una melodía indefinida arranca sus primeros compases, el músico ocasional saca un violín que parece haber pasado al menos una guerra.
Rasga el violín y el abyecto indigente que entró en el vagón se transforma en un ser delicado, que extrae de su desvencijado instrumento una melodía tan excepcional como desconocida. Todo el espacio se colma de unos acordes plenos de fuerza y profundidad. El ambiente del vagón sufre una metamorfosis, una energía renovada recorre cada rincón, cada individuo. La música nos toca con manos intangibles en lo más hondo del alma a cada uno de los viajeros.
La melodía misteriosamente aún hoy parece resonar, habitar dentro. El concierto se mantiene por espacio de dos estaciones, un concierto plagado de encuentros sonoros que renuevan el ánimo, disparan una corriente de vital energía. Finaliza y el músico ocasional recorre el vagón en busca de el pago por su arte. Son contados los que entregan si quiera una moneda. Miro el euro que tengo en la mano y con cierto sonrojo le entrego una recompensa ínfima frente al beneficio aportado.
Pagamos con caridad el talento, una insignificante propina a cambio de transcender el oscuro muro mental que inunda el metro esta mañana.
Hoy la música nos ha salvado de nosotros mismos, de nuestra propia mediocridad, de la persistente negrura.