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1 de febrero de 2011

Silencio

Huyo dejando atrás el ruido compulsivo de la civilizada urbe, para alzarme hasta las cumbres, el reino del silencio.


Silencio, como presencia patente que llena el aire, silencio tangible y persistente. Avanzo con paso lento por el sendero que asciende directo a las cumbres, es un camino certero, rectilíneo, que asciende sin rodeos. Es un camino duro y costoso pero honesto, desentendido de atajos, camino sincero que no oculta en ningún momento sus intenciones ni su objetivo, la cumbre.


La umbría, el frío bosque, el arroyo rebosante, van quedando atrás y la exuberante vegetación cede ante la altura. Piornales veteados de enebros, roquedos, grandes canchales que hablan del pasado glaciar de estas cumbres.

El silencio es palpable, los lentos pasos suenan contenidos como en una cámara de vacío, no se oye ni el canto de un pájaro, ni el más leve rumor del viento. El frío es intenso.


Asciendo, me elevo ganando perspectiva. A medida que el valle se abre al sol, el frío se matiza y el esfuerzo de la ascensión parece algo menos severo. La hermosura del paisaje, el espléndido día, la dilatada visión que sólo interrumpe la bruma matinal desdibujando el horizonte, no son comparables al omnipresente silencio, casi físico que todo lo envuelve.


Sólo recuerdo este silencio en las cumbres, ni tan siquiera en el desierto, un silencio que se asemeja al agua mientras buceo. Es una presencia silente que enfrenta a uno mismo con la turba de pensamientos que, estrepitosa y desarmada, hace ruborizar al ego. Recuerdo este espacio enmudecido desde muy joven, la sensación envolvente de mudez, esta elipsis sonora que es la montaña.


La ladera, convertida en escarpado declive busca la verticalidad, y cada paso hay que ganárselo al camino con decisión, con esfuerzo.


Una brisa helada me anticipa la cercanía de las cumbres. Un gran cambio de escenario acompaña los últimos metros hasta la cima; el valle cede al fin y el collado se abre, sobre una alfombra de nieve y brillante hielo, a nuevos valles sombríos y a las brillantes cumbres nevadas. Un espectáculo de brío contenido, un regalo de tranquilidad eólica inusitada.


La leve brisa no alcanza a romper el silencio; perenne, sobresaliente. Avanzo prudente entre placas de hielo, el frío y el viento esmerilan la nieve.


Miro y me veo en este paisaje desértico, agreste, duro, esencial y bello. Un cálido frío me envuelve junto al rumor silente de este audible silencio.


Un día en las cumbres para ganar en perspectiva, la visión desde arriba dimensiona las cosas, cuán pequeños somos frente a la sencillez elemental de la naturaleza, qué ruidosos frente al infinito silencio.

2 comentarios:

bassho dijo...

Gracias por tu texto sobre el silencio. Leyéndolo me ha recordado un poema bellísimo de Li Tai Po. Desde hace muchos años me caló hondo, tocó algo en mí. Te lo trascribo:

Aguas azules y claro de luna…
En tu luz vuelan blancos penachos de aves.
¿No escuchas a las muchachas que cogen castañas?
De regreso a su casa cantan…

Todos los pájaros buscaron sus nidos,
la última nube cruzó perezosa
pero nosotros no nos cansamos
de estar juntos: las montañas y yo.

Esta noche estaré en el templo de la altura
desde donde alcanzaré las estrellas con las manos.
Y en el silencio no me atrevo a hablar en voz alta:
parece que voy a molestar a los habitantes del cielo.

¿Por qué habito sobre los verdes montes?
Me río y no contesto: mi alma está serena,
el durazno está en flor y el agua fluye lenta.

Sirenoide dijo...

El silencio, tan difícil de encontrar, tan ansiado. Yo tuve la suerte de disfrutarlo días atrás en una playa desierta, con el encanto que tienen las calitas en un día radiante de invierno, sin el bullicio y la saturación de los meses de verano.

No es un silencio absoluto, sino más bien un momento mágico en el que percibes todos los sonidos por leves que sean, cada ola del mar calmo rozando sutilmente la orilla, cada paso hundiéndose en la mullida arena, cada graznido de las gaviotas y los cormoranes. El olor a mar me eleva y lo que alcanza la vista es pura belleza. Los sentidos están colmados, plenos.

Por fin, hay una desconexión total de las cosas, de lo material, de lo absurdo e innecesario y se siente la calma, la paz interior que proporciona volver a la esencia de la vida.

Sin duda, solo somos un granito de arena de esta inmensa playa, pero qué plenitud da esa conciencia de Ser.

Yo también quiero habitar en los verdes montes y los mares azules…