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25 de septiembre de 2010

Nauta

¿Por qué este anhelo permanente de mar?, tal vez la distancia que nos separa es la razón que nos une.

Navego ora cimbreante, ora sereno. Navego en mares encrespados, tranquilos, mares silentes o atropellados. Es el acto de la navegación lo importante, lo esencial, accesorio lo demás.

Hacerse a la mar, a diario, sin que opere desplazamiento, sin moverse del lugar, sin aparente mutabilidad. Mar agitado ausente de movimiento, evolución callada que opera en el seno del inmenso mar que somos dentro.

Todo acontecimiento sucede en nuestro interior, interior fluido e infinito, agitado por la brizna de un pensamiento, sujeto a las mareas sentimentales, influido por el más leve destello.

Navegar, lo importante es la navegación, no lo navegado, porque la navegación hace al navegante lo que es y el objeto de su navegación es sólo la escusa que impulsa la singladura.

Movimiento en el mar del pensamiento; oleaje, corriente, tempestad. Pensamiento en el mar del movimiento; constante, reiterado, manipulador. Movimiento en un mar finito; navegable, solitario, contumaz.

La bitácora es el momento, la brújula la intuición, el rumbo lo marca la creencia, la convicción. El entusiasmo y la esperanza indican la meta; ostensiblemente alcanzable, incomprensiblemente lejana.

Surcando mares interiores voy, traspasando barreras de obstinada realidad. La esencia me toca por la amura de babor mientras la locura brama por sotavento, ejercicio de equilibrio desequilibrado en cada bordada, consecuencia de surcar un espacio fluido como el tiempo, inmaterial como el pensamiento, inasible como el mar.

Decidí mi viaje, hace ya mucho tiempo, lo emprendí igual que sigue sin destino. Navegar, lo importante es navegar, porque navegar es saber, experimentar y el destino, siempre es Ítaca.

6 de septiembre de 2010

Ajeno

La desgracia en soledad sólo es superable por la desgracia compartida con un ajeno, con el desconocido que se cruza en nuestra vida en ese instante vital, doloroso y dolorido, en el que nos asola la desgracia y con el que nunca antes, ni después, volveremos a tener la más leve coincidencia.
Es un espectador ocasional, que se asoma a un largometraje pero del que sólo ve un instante. Sin génesis ni epitafio, sin nudo ni desenlace, sin conexión en suma con nada de lo sucedido ni lo por suceder. Es alguien que se encuentra frente a un marrón vital incapaz de referenciar y al que no le une nada más, que la fortuna insidiosa que lo llevó al lugar inoportuno. Un ajeno.


La desgracia vista así, desde el espectador ocasional que todos llevamos a flor de piel, es una escena sórdida, histriónica a veces, sobreactuada otras, malinterpretada siempre. Sin embargo para el protagonista la situación que le supera, le hiere, le hiende, se quiebra aún más ante la apoplejía temporal de este accidental compañero.


Es una suerte de confluencia de accidentes; la desgracia sobrevenida y sobrepuesta a ella, la presencia del desgraciado que la contempla inopinado. Estupor de quien sufre el doble drama.

Toda palabra, toda queja, cualesquiera explicación, se estrella contra el refractario muro del que se entiende ajeno al suceso, al fortuito acontecer del que no quiere formar parte alguna. Sin vislumbrar que ese encuentro casual le hace partícipe fundamental de una contingencia, que le une con quien la padece en lo más profundo del sufrimiento humano, por tanto común, cercano por tanto, y universal y cotidiano.

El sufrimiento humano, que nos alcanza aun sin quererlo, que nos golpea aunque venga de lejos, deferido como miembros de la misma humanidad y de su suerte compartida. Un sufrimiento del que nadie puede escapar, ni siquiera ese espectador inesperado que se cuela en la desgracia de otros, sin querer entender que hasta el acontecimiento más alejado y remoto, si es humano, es también suyo, es de todos.